sábado, 24 de enero de 2009

Licántropo

Mi madre asegura haber visto un lobizón cuando tenía quince años.Ocurrió durante una pesada noche de verano mientras estaba sola en la casa con sus hermanos, o sea mis tíos. Su papá, mi abuelo, aún no había regresado del trabajo; se había demorado probablemente en algún bar. Mi abuela no figura en el relato ya que no se sabe con certeza dónde estaba esa noche. Al menos yo no recuerdo esa parte del cuento.De manera que mi vieja estaba sola con sus hermanitos en la casa enorme, perdida en la inmensidad del campo que en aquél entonces era Pacheco. De chico, cuando me contaban esta historia, imaginaba la escena una y otra vez. Siempre era la misma: el cielo sin estrellas, oscuro, del color del vino tinto, surcado por violentos relámpagos amarillos, los pastizales mecidos por el viento, inclinándose de izquierda a derecha como si estuviésen bailando.Truenos. Y la luna que cada tanto asomaba entre los nubarrones; tal vez llovió esa misma noche. En la casa enorme está mi madre con mis tíos, sola. Uno de mis tíos, el más chico, le dice que afuera hay un hombre desnudo que merodea en la noche. Camina encorvado, como si tuviése en la espalda una joroba o un peso invisible agobiándolo. Mi madre siente miedo: uno de sus hermanos le acaba de decir que afuera, en el patio, semioculto en las tinieblas, hay un hombre desnudo rondando la casa. Mi vieja es apenas una chica y está aterrada, pero también es la hermana mayor y sabe que tiene que hacer algo. Sale a la noche armada con un palo de amasar dispuesta a enfrentar al degenerado. Es entonces cuando ve a La Bestia.A lo largo de los años, durante sucesivas noches, mi madre me contó esta versión criolla del cuento de Caperucita Roja y El Lobo, quizás con el abnegado propósito de inculcarme el temor de Dios. Y como se ve que a veces no le alcanzaban las palabras, o las palabras que tenía no eran las adecuadas para describir al monstruo, hacia dibujos. Mi vieja dibujaba al Lobizón, lo que se acordaba del Lobizón, para mostrarme cómo era. Hoy estoy tentado a hacer lo mismo.Pero no. Diré que el Lobizón recordaba vagamente a una pantera o a un Doberman: el pelaje negro y liso lo cubría por entero, los ojos eran como dos carbones encendidos, el rabo era corto pero no tanto. Apenas un poco más corto de lo normal. En la cabeza los rasgos del animal se confundían con los del hombre. Porque eso es lo que era: una cruza desgraciada entre lobo y persona, un engendro parido en el Infierno.El Lobizón es una criatura diabólica, ocupa uno de los rangos más bajos en el escalafón demoníaco. Es el último peldaño de la jerarquía satánica; puede decirse que casi no hay diferencias entre el Lobizón y el resto de los condenados ya que sufre a la par de ellos. Y porque pertenece a las huestes del Averno no puede hacer otra cosa sino retroceder ante los símbolos sagrados. Es por eso que sale despedido cuando mi madre le muestra un crucifijo que providencialmente llevaba colgado del cuello. El Lobizón desaparece, tragado por la noche y el barullo de perros que ladran, aullan y se mean de terror y que como el eco de los truenos se va apagando de a poco en la lejanía.El Lobizón. Loup Garou: así lo llaman los franceses. De esa manera suena mucho más elegante: Loup Garou. Loup en francés significa lobo. Existen medios para descubrir la identidad de un licántropo ( eso es lo que dice mi abuelo cuando llega muchas horas después a la casa ): uno de ellos consiste en golpearlo en la cabeza con una botella, todo lo que hay que hacer luego es atarlo a un poste y sentarse a esperar a que llegue la mañana.El otro es que alguien inocente, un niño pequeño por ejemplo, lo vea: al parecer ellos pueden ver al hombre que se oculta bajo el pelaje de La Bestia.Una vez quise invocar al Diablo.Quiero decir, lo intenté: recé un Padrenuestro en latín, al revés, frente a un espejo, en la medianoche de la víspera de Nochebuena, en una sala a oscuras, iluminado apenas por unas velas negras. La sala a oscuras era mi habitación, por supuesto, y yo sufría la desgarradora pena de un amor no correspondido. Habría preferido que me arrancasen la piel a tiras con ganchos de carnicero a seguir padeciendo. Quería olvidar y estaba dispuesto a lo que fuera.Pero Satanás no compareció, no acudió a mi llamado.En ningún momento ví que se abriése el suelo, tampoco sentí olor a azufre ni ese céfiro helado que según dicen precede la llegada del Ángel Caído. No hubo nada de eso y seguí revolcandome en mi dolor durante unos meses que me parecieron interminables, hasta que un buen día me cansé de sufrir y pude finalmente olvidar a la hija de puta que me había roto el corazón.De amor no se muere nadie. Y fue gracias a ese triste episodio que comprendí que no existe Lucifer ni tampoco el Infierno. Tampoco creo en Dios y el Paraíso y desde ya que no tengo la menor duda de que el Lobizón no es otra cosa que una leyenda importada por los europeos. Tal vez vino de Portugal: la palabra lobizón se parece demasiado a “ lobisome “, voz lusitana que alude a la misma criatura y que recorrió, seguramente, el sur del Brazil susurrada por bandeirantes supersticiosos para luego desparramarse por el litoral argentino hasta llegar a Pacheco, Provincia de Buenos Aires.No existe tal cosa como el Lobizón. No existe nada que esté fuera de la realidad física, nada que no se pueda ver o tocar, percibir con los sentidos. Después están los temores que arrastramos durante el día, la suma de miedos que llevamos grabada en nuestra memoria genética. Con eso amasamos la pasta que alimenta las pesadillas que nos atormentan en la noche, las películas de terror que proyectamos para nosotros en la madrugada profunda, sobre todo cuando dormimos del lado del corazón y el peso de nuestros cuerpos nos aplasta y nos asfixia. Como ocurre ahora.Uno de los principios fundamentales del arte de la narración establece que lo primero que se debe hacer es determinar las coordenadas de tiempo y espacio. Es necesario para el narrador saber cuándo y dónde está parado. Y a pesar de que siempre fui malo para las matemáticas, a pesar de que muchos de los instrumentos de los que dispongo no me sirven porque o bien están rotos o directamente no sé usarlos; aún así me las arreglo para descifrar el valor correcto de la X que me lleva a las variables, las cuales me permiten calcular los vectores que corresponden al año y al lugar.Argentina, fines del siglo XIX. Una zona imprecisa en la interminable llanura en los últimos días del año mil ochocientos noventa y pico: a lo lejos una enorme estancia, un caserón inmenso, señorial, una hacienda devastada en donde no hay gente o animales y la osamenta del ganado blanquea la pampa. El narrador avanza, cauto y furtivo como un intruso; confía en que su mirada pueda penetrarlo todo, salvo las palabras que se amontonan y caen sobre mi ojo como un pesado párpado, enceguiéndome: aún así me interesan esas pausas, esos instantes de vacío en donde sólo se escucha mi voz. Hablar de lo que hago…las cosas que hago: eso me tranquiliza, me da seguridad porque me hace pensar que tengo todo bajo control.Afuera, arriba en el cielo oscuro del color del vino tinto, detrás de los nubarrones que se abren cada tanto, a través de esos intersticios puedo ver: alguien ha estado contando los días que faltaban para la próxima luna llena. Que es hoy. Hoy es luna llena.Mensajes, impresiones, señales, corazonadas, pálpitos: todo eso llega a mi con rapidez vertiginosa, como si fueran naipes repartidos por un tahúr. El narrador debe tener extremo cuidado con esa información que recibe; muchas de esas pistas no son tales y sólo buscan desorientarme, hacerme perder la senda, extraviarme, dañar.Es preciso saber distinguir aquellas que van a decirnos que pasó, que está pasando y que va a pasar, darles un sentido que proviene de mi: hacerlas hablar. De esa manera es posible, sólo de esa manera es posible ordenar los elementos que componen el relato – que es lo segundo que debe hacerse - , la trama del dibujo que de a poco va cobrando forma.En cierto modo las ciencias del narrador se parecen a las del adivino: yo también leo cartas del Tarot, leo la borra del café. Y al igual que ellos también a veces me equivoco cuando quiero conocer los secretos que se esconden en la negra viscocidad amontonada en el fondo de una taza. O a lo mejor son los mensajes que recibo los que mienten. Eso ya lo dije antes.Algunas versiones del mito aseguran que hay hombres lobo que pueden cambiar a voluntad sin importar la hora del día o de si hay luna llena; no es el caso de Baustista ( ése es el nombre que voy a darle ). Bautista tiene que esperar a que los astros le sean favorables. Y así, pacientemente y en secreto, fue diezmando la hacienda: primero los animales y luego los peones hasta que todo quedo sumido en la miseria: se puede decir que el suyo fue un trabajo fino. Bautista es un tipo anónimo, gris, se parece a cualquier persona; tal vez sea mestizo.Su rostro se pierde en la multitud de peones golondrina que van de estancia en estancia pidiendo trabajo. Llegó una mañana no hace mucho y hoy ya no queda nadie que trabaje en estos campos. Los sobrevivientes, los pocos que alcanzaron a avivarse a tiempo se fueron hace rato. Y quién sabe desde hace cuánto ha venido Bautista haciendo esto y por qué.En la Casa sólo quedan el Dueño y un puñado de parienes, tal vez uno o dos criados de confianza. Ellos son los últimos. El Dueño está acostado en la cama, no puede hablar ni moverse: ha sufrido un ataque. Hemiplejía. Yace en una enorme cama traída desde Buenos Aires, recostado sobre el lado del corazón, ahogado por el peso de su cuerpo pero extrañamente lúcido – esa rara lucidez que tenemos en la noche, en la madrugada profunda cuando soñamos - : sabe quién es el causante de lo que está ocurriendo. Pero no puede decirlo.Abre la boca, trata de pedir auxilio, se sofoca, no puede mover sus miembros: horrible muerte de submarinista ruso, asfixiándose en las frías tinieblas, aplastado por el peso de su cuerpo y el de miles de litros de agua helada, en las profundidades del mar ártico ( a ver, hágan esto: metan sus cabezas debajo de las mantas mientras duermen y respiren el aire viciado, enrarecido y déjense ganar por el claustrofóbico pánico de aquellos que están por morir ahogados ).Así, de esa manera, en medio de pesadillas – o debería decir alucinaciones – el Dueño recibe ráfagas de información, mensajes, pistas que le dicen lo que sucede y lo que está por venir. Como los presos, Bautista ha estado llevando la cuenta exacta de los días; cuando llegue el momento va a caminar hacia la Casa, y si tengo que atenerme a lo que dice Petronio acerca del comportamiento de los licántropos lo que va a hacer es quitarse las ropas y orinar sobre ellas. Bautista va a rondar la Casa, desnudo, durante algún rato antes de elegir una ventana. Se va a tomar todo el tiempo que sea preciso para eso. Sabe que los que están adentro no tiene dónde ir. Ni medios para hacerlo. Y una vez que elija la ventana Bautista va tirarse al suelo; ahora puedo verlo revolcarse obscenamente en la tierra, como los que padecen el mal del San Vito. El narrador contempla asqueado la desagradable visión de Bautista desnudo, la boca desbordante de espuma, sufriendo la epilepsia de los que cambian con la luna pero consciente – muy consciente - de la metamorfosis que dentro de poco va a tocar fin.Los gruñidos de Bautista me llenan de horror – contrariamente a lo que se piensa, el lobizón no aulla, gruñe. Es un sonido gutural, rasposo, parecido a un ronquido seco; el tipo de ruido que uno hace cuando se está sofocando, aplastado por el peso del cuerpo.El lobizón no le aúlla la luna como románticamente se cree: los que aúllan son los perros cuando lo sienten venir. Pero eso ya lo dije antes –.Las convulsiones están por terminar.Tal vez sea este, entonces, el mejor momento para irse; el narrador debe escapar ahora que todavía hay tiempo. Bautista no se ha transformado aún.Entrar es fácil; salir: ése es el tema.El narrador sabe que hay técnicas a las que puede y debe recurrir cuando siente las piernas acalambradas por el miedo – ha estado en cuclillas largo rato, contemplando el dibujo que fue armando y desarmando a medida que llegaban las piezas.-Mover el cuerpo, hacerlo girar para el otro lado.Imaginarse en un escenario distinto: una sala de cine, vacía. En la pantalla suben los créditosde una película de horror que está terminando. Pensar que para todo siempre hay una explicación lógica: la posición en la que uno duerme, la asfixia y entonces el pánico.Lo que sea con tal de amortiguar los latidos de terror que estremecen lo más profundo de mis cromosomas; un miedo biológico, ancestral, ajeno a la palabra, inscripto en la memoria genética. Células, tejidos, cromosomas, vitaminas, ADN, fluidos corporales: las letras de “ Nevermind “ están plagadas de imágenes de ese tipo ( eso: pensar en otra cosa, pensar en otra cosa, pensar en otra cosa…)Recordar cómo era que se hacía para rezar, el acto de contrición, todo eso.No estoy en Gracia de Dios: significa que si muero ahora, en este preciso instante, me voy derecho al Infierno, a los lodazales pestilentes, a los chiqueros en donde el lobizón se revuelca y come inmundicia y los pies del narrador se hunden en el barro negro y viscoso y por más que corro y corro no hay certezas porque para eso todavía falta.Recién está empezando a clarear.

Upyr
Sebastian Campanello

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