sábado, 24 de enero de 2009

El mensajero

Creo que fue un viernes de 1995; el tibio sol se rendía ante una llovizna que barnizaba las calles de Buenos Aires. Salí de mi oficina algo nervioso; veinte llamadas inútiles a Esteban y el sermón de mi jefe terminaron por alterarme. Al salir, solía pasar a tomar algo en un tugurio cerca de la Plaza Miserere. Subí del subte, esquivé a un predicador y corrí hasta el puesto de Tito, el florista. El viejo siempre tenía un saludo chistoso al que yo respondía con un gesto forzado; caminé los últimos tramos hasta la puerta del bar.Paco casi no hablaba, con un tosco semblante me traía el jarro de cerveza, después cobraba y después se perdía en sus revistas de crucigramas. El gris acuoso fue oscureciéndose hasta perderse entre los tímidos faroles. Llovía más. Pensé en Graciela, pobre, siempre pegada a la ventana de la cocina, con la esperanza de que algún día vuelva temprano. Hojeé el diario, sin encontrar mi número en la Nacional y pedí otra cerveza.Una figura empapada entró, se sacudió el sobretodo y se sentó en el otro lado del bar. Después de algún tiempo, percibí que se fijaba en mí. Parecía conocerlo de algún lado, como a esos vagabundos que uno trata de ignorar. Dejé un billete de diez sobre la mesa y al salir me escabullí entre las gotas. Durante toda aquella semana no volví a ver el sol, pero antes de ir a casa paraba en lo de Paco; con el correr de las tardes me percaté de que aquel hombre estaba en la misma mesa todos los días. Traía el mismo tapado oscuro, aunque a veces cambiaba la camisa, generalmente de tonos azulados y siempre estaba leyendo un libro.Eran días extraños los que transcurrían en aquel barrio, una sensación espesa pululaba por todas las conversaciones de café. No era para menos; dos personas habían muerto: la anciana y su nieto que habían sido arroyados por un camión se metían sin permiso en los comentarios del bar, que revivían la tragedia una y otra vez, siempre agregando y suprimiendo datos, hasta que su historia cobraba mas vida y color. Ya no les prestaba atención.Una tarde, cansado de los gritos de Graciela, había decidido no regresar hasta que esté dormida. Traspasé la puerta ruidosa del bar y él no estaba. Respiré hondo y le regalé mi mejor sonrisa a una señora que apuraba su café con una cucharita. Mi cerveza llegó cuando oí una voz áspera a mi lado.-¿Le molesta si lo acompaño?- Dijo aquel perturbador. De cerca parecía más viejo.-Sea lo que sea, no gracias-, rechacé. Insistió con su presencia y algo en sus ojos produjo cierta curiosidad; dudé, y extendí la mano hacia la silla de enfrente. Parecía sonreír.-Hable ya, buen hombre- ataqué, mientras mi jarro daba un golpe seco sobre la madera. Esperé. El apoyó su libro y lo abrió por la mitad. Era una novela de Bradbury.-Nunca me había apasionado tanto como con el personaje de Montag- dijo al ver que me interesé en su lectura. Me incorporé y esperé. Doblaba las hojas con lentitud. Sin mirarme prosiguió.-Se dará usted cuenta que hace un tiempo visito este lugar.Aguardé a que siguiera.-Muchas veces aparecen cosas por esta ciudad que nos incomodan, que nos hacen descreer de la rutina en la que nos escondemos.Tomé otro trago y fingí que me interesaba. El viejo hablaba de la vida del barrio de Once. Gesticulaba con mucha serenidad y a veces sonreía, lo que provocaba que sus arrugas se pronunciaran más.-Lo más interesante es ver a las personas andar como si fuesen dueños de si mismos. Antes que se asuste, no quiero a venderle nada. Suelo recorrer estos barrios y observar. Los tiempos son traicioneros. Y en serio, tengo enfrente a la persona adecuada.Miré el reloj y pensé en Graciela, seguro estaría acusándome con la loca de la vecina, esa metida.-Su señora está llorando en la ventana de la cocina- punzó repentinamente. Por primera vez le clave la mirada, y a pesar de mis intentos, no pude pararme.-¿Quién es usted?Giró la cabeza hacia la ventana, donde el farol de la esquina luchaba para no ser absorbido por la penumbra. Un hombre que estaba en la vereda de enfrente discutía con una joven. Agitaba los brazos con violencia mientras echaba miradas al semáforo. Ella soportaba en silencio.-¿Lo ve?- señaló – Es joven, apuesto, fíjese como trata a su mujer. No se asuste amigo, lo que verá no es agradable.De repente una ráfaga de estruendos atravesó la calle; un chico que corría con un revólver desde el otro lado se escabulló detrás de un basurero y lanzaba refucilos de humo, respondidos con furia desde un arbusto cercano. El hombro le estalló y lo hizo dar su espalda contra el pavimento. Enseguida llegaron los policías y lo zamarrearon. Luego, la mujer silenciosa que gritaba desde la otra esquina, sostenía el torso perforado de su marido, su teléfono en medio de la acera que vibraba desde su pequeña pantalla, ojos sin parpados que se deshacían, aferrados a la despedida inútil de su mujer, mientras la hemorragia bañaba su vientre a estertores. Más tarde, una ambulancia, dos patrulleros y los borrachines de Paco que miraban con ojos saltones detrás de la puerta, con el aliento que ensayaba una huída agonizante contra el frío cristal. Mis manos se aferraron trémulas a mi jarro; el viejo me miraba complacido. Dejé diez pesos sobre la mesa y ya afuera me perdí presuroso entre los aterrados testigos.Durante los días siguientes traté de no pensar, concentrarme en el trabajo, llevarle flores a Graciela, sonreír un poco, que locura, serían esas cosas que uno no entiende y prefiere no descubrirlas jamás, esos misterios que aterran las vidas ajenas, como las historias lejanas con las que me asustaba el abuelo en su estancia de Azul. Los roncos gritos de la mujer volvían una y otra vez. Evité el bar durante un tiempo, pero ya no era lo mismo, como si con la mirada buscara verlo al pasar por la esquina. Mi jefe ya no me hablaba, el caso de Esteban se había atrasado demasiado. Yo lloraba con esas manchas bermellones que resistieron por días en la vereda. Necesitaba hablar con ese viejo, pero a la vez le temía. Una vez creí verlo en el furgón del tren, entre una maleza de bicicletas y carne sudada, unos ojos sórdidos que laceraban mi estabilidad emocional. No tuve descanso, y esa agitación que me dejaba seco, sin palabras para defenderme de los reproches nocturnos, siempre nocturnos.Una tarde húmeda me atravesó entre inhalaciones y el informe de la fiscalía que remitía mis faltas en la última presentación. Estuve en el baño durante la tarde, vomitaba, pero no conseguía liberarme. El silbido venía una y otra vez; debió ser por lástima, pero mi jefe me dejó ir temprano, sin mediar palabras. Salí despacio, camine algunos pasos por la plaza y momentos después saboreaba la cerveza de Paco.El estaba a tres mesas, con una taza vacía frente a él, con cada movimiento parecía mirarme, sus manos volvían a su libro y lo acariciaban. Me veía, seguro me veía. Ya sin sol, ese maldito farol me recordaba la tragedia con su luz burlona. Aspiré con esfuerzo varias veces, terminé el jarro y fui decidido, pateando sillas, sin permiso ni disculpas, y con una mano en el pecho me senté. El seguía leyendo.-¿Cómo hizo para saberlo?- Increpé. El suspiró; sus ojos seguían hundidos. Esperé una eternidad, con sus dedos amasó varias hojas.-Hace mucho que debió haber venido. Me molesta cuando la gente como usted me hace perder el tiempo- dijo con fuerza. Cerró el libro. El farol de la esquina pareció ampliar su estela y una llovizna que no mojaba danzaba errante alrededor de él, en un ritual que veneraba el fulgor de un dios agonizante. El también se detuvo a observar algo y encogió las cejas.-En mi juventud yo era muy ingenuo, creía que la gente estaba atrapada en su manera de vivir, que dejaban su voluntad en manos de otro. Pero después de tanto tiempo percibí que muchos se niegan a aceptar su propia responsabilidad, como si se negaran a ver el tren que está próximo a arrollarlos.Sus dedos hacían figuras extrañas con una servilleta-No es natural conocer el futuro-dije, con aliento entrecortado.-El futuro – titubeó- no es tan difícil de ver. Muchos creen que eso es algo sobrenatural, pero no. Usted piensa en la tortura que vive día a día con su señora, pero solamente es algo que precede otra circunstancia.-¿Cómo supo lo de mi mujer?-Usted me lo dijo, si, no debería sorprenderle. Se la pasa girando su alianza cada tarde, y últimamente se la ha quitado. Fíjese usted mismo.Volvió a abrir el libro ya sin leerlo y entre suspiros me contó una extraña historia de personas que yo no conocía, quizás parientes suyos, de un amor no correspondido, de Cristo, la redención, de fuerzas sobrehumanas que yacen sobre nuestra constelación, de guerreros que velan sobre nuestra ignorancia. Mi cabeza latía feroz pero no podía dejar de escucharlo, como si toda esa incoherencia cobrara algún sentido para mí. Un soplo helado barrió a los diminutos bailarines que se perdían en la estela del farol. El parecía mucho más anciano, como si soles incontables lo hubiesen rodearon de repente, y una decrepitud se le hundía más en los surcos del rostro.-No lo entiendo ¿Quién es usted?Suspiró largamente.-Desde los principios se me encomendó una misión. Todavía dudo el porqué, ya que nunca lo quise, pero su Voluntad no debiera ser burlada. Con dolor tuve que visitar a Abel, el primero, el más querido; yo lo había acompañado desde su concepción y después pasó lo inevitable. Claro que él tampoco me quiso escuchar. Nadie quiere escucharme. Me temen. Fíjese amigo, se me ha mitificado durante siglos, cada pueblo me ha imaginado según su obtusa mentalidad. A través de los años, lo confieso, he adoptado la apariencia más diversa: fui agorero de faraones, bufón de cortesanos crueles, carpintero, pirata, analfabeto, burgués ambicioso, pintor, navegué los mares más inhóspitos. He vivido el nacimiento y la decadencia de todos los imperios; aún puedo articular el sánscrito casi a la perfección. Y míreme ahora, parezco uno de estos infelices que se embriagan a diario aquí. No hay derecho.Enarqué una ceja y resoplé con violencia, el aire volvía a faltarme. El tipo seguía como si nada. Me tomé el pecho y una punzada me desgarró de lado a lado.-No lo entiendo.-El joven que cayó en aquella esquina era demasiado inteligente para creer. Pensé que usted podría llegar a despertarse pero no, debe ser el barrio, en fin, dentro de poco iré hacia el sur. Allá la gente es más sencilla, y hasta más noble.Ya no lloviznaba, Paco quitó sus ojos opacos de sus crucigramas para ver mis convulsiones. Apenas podía mantenerme sobre la silla. El anciano, impávido, seguía hablando.-Muchas personas no ven nada aunque se le presente una revelación indudable- lamentó. Echó una mirada en derredor y volvió su cabeza para contemplar mi cuerpo que se sacudía entre muchos pies alrededor.-No me lleves- le rogué con un alarido.Hizo una mueca de desdén.-Mi misión nunca fue llevarte, sino tan solo avisarte lo que iba a pasar. Algunos logran despertar, pero si, imagino que es difícil creer lo que no se ve. Discúlpeme, intenté ser lo más claro que pude.Todo se volvió más lento, como si el tiempo diera sus últimas vueltas sobre mí. Reconocí la voz de Paco raída desde la lejanía y una luz tenue que giraba en mi cabeza. Mis brazos dormidos se desparramaron en el suelo mugroso. Corridas, gritos y algún ebrio que me daba su aliento etílico fueron vanos intentos ante lo irremediable. Creo haber visto al anciano salir antes del fin, cabizbajo, derrotado, como aburrido con el eterno desenlace, confinado a oír las mismas súplicas por las oportunidades perdidas, por los amores rechazados, por una vida derrochada. La última vez que abrí mis párpados vi decenas de ojos que inundaban mi horizonte, impotentes, fermentados por el licor de su ignorancia, incapaces de leer el mensaje que tenían enfrente.

Pablo Muñoz

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