Skhymerunt fue una civilización situada península en Pangea , unitario continente segmentado a posteriori en los continentes que en la actualidad conocemos.
Las costas de la civilización estuvieron cercadas y bordeadas por el mar Pantalasa del cual sus habitantes extraían numerosos peces y efectuaban el comercio marítimo intercambiando mercancías con otras civilizaciones, no tan poderosas como ésta.
Skhymerunt era una ciudad triangular, rodeada de altas e imponentes murallasde níveo mármol (como si esto impidiese el avance de los khausidikhi); talladas en ellas habían episodios que representaban uno de los grandes frutos que constantemente reivindicaban y que por éste era conocida la civilización: su excelsa educación.
Las imágenes databan de épocas remotas, dónde la figura del maestro, cuál un profeta profiriendo grandes verdades, instruía al alumno (ávido de conocimiento) guiándole por el recto camino de la razón y el conocimiento.
No solamente abarcaba el ámbito de las artes y las ciencias, sino también las actividades deportivas, para las cuales se preparaban durante varias jornadas los atletas ya que para los vencedores se erigían efigies en los templos dedicados a ellos; pues no creían en la existencia de dioses sino que cada uno de ellos creían tener partículas divinas en su ser en cuanto a virtudes poseían, porque el verdadero dios no reside en los altos cielos ni el Universo, sino que anida en cada uno de nosotros en nuestra ánima.
Como he dicho, esas imágenes se hallaban representadas en las murallas cuya única puerta de roble bien labrada, era el único conducto para adentrarse en Skhymerunt.
La ciudad, antaño fratrías, poseía esplendorosos edificios cuya arquitectura insigne asolaba de sólo contemplarlos.
Inclusive era sorprendente el progreso obtenido durante 200 años. Las edificaciones conformaban un damero, siendo Hiustam su avenida principal que comunicaba con la inmensa Universidad a la que todo el mundo acudía y que referiré más adelante.
Su administración política unitaria y centralizada la ocupaba el rey Pius ejerciendo la supremacía del Estado en forma vitalicia.
Junto a Pius estaban los Zeniz o concejo paternal, integrado por los hombres más prudentes de la ciudad que asesoraban el ejercicio de las funciones del rey Pius.
Los habitantes Skymeruntios, pues así se denominaban a los habitantes de la homónima ciudad, desde chicos eran inculcados en lo referente a la Justicia, la Moral y las Buenas Costumbres aparte de ser poseedores de un saber sin igual.
La Universidad era la más célebre que existía en ese momento, hasta tal punto que llegaba desde países lejanos extranjeros para recibir tan exquisita educación.
Estaba bellamente ornamentada y se asentaba en el centro de la civilización, puesto que los exitosos funcionarios que desempeñaban justamente sus funciones, eran graduados de ella.
Naturalmente acceso a la universidad era restringido, ocasionando muchas veces decepciones por parte de los aspirantes y rumores espurios sobre el aparente criterio elitista del saber.
No lejos de la ciudad, estaba otra civilización , los khausidici o raza de criaturas primitivas sumidas en la ignorancia y la hipocresía.
Los Anales de Skhymerunt relatan que antaño fueron hombres expulsados de la misma por sus crecientes defectos y constantes conjuraciones.
Repudiaban todo saber humano pero ávidos estrategas que cometían toda clase de fechorías para ganar Kunziudihikhium.
Los khausidhici, al mando del general Indoctor, habíanse apoderado de otras civilizaciones conformando un imperio valiéndose de mercenarios y anhelando conquistar Skhymentur para señorear el comercio marítimo.
Los zeniz, aconsejaban conformar un ejército, pero dado que los skhymentos nunca habían sido entrenados para el combate.
Pius, omitiendo las sugerencias de los miembros del concejo, fue invadido por los khausidickhi, quedando la población diezmada y la Universidad, al igual que la Biblioteca de Alejandría, fuente de todo conocimiento, destruida.
Claudio Cuellar
sábado, 24 de enero de 2009
Espectros de pluma
Cada ocaso en el barrio de La Boca le ofrecía a Marko la misma curiosidad. Cuando los faroles respondían al exilio de la claridad y encendían antes de tiempo. En aquel instante, de luces migrando y emigrando, desertando y tomando posiciones, la noche y el día se entrelazaban. El día caía del cielo y renacía en los faroles, que abdicaban su noche para encenderse. En ese instante Marko disfrutaba la confusión. La respiraba desde su ventana.Aquella tarde, las paredes de su casa dormían apenas visibles, blancas y ásperas. Salpicadas por el tenue brillo del farol que flameaba su fuego sobre la cómoda. El humo espeso de tabaco se agolpaba bajo el techo y aquello era señal de que el escritor estaba cerca de volver a su trabajo.No fumaba si no era presa de la ansiedad y solo el bullicio de las ideas abarrotadas le conmovía los nervios. La historia se había presentado en un segundo de desvarío, tras el golpe de su frente sobre la madera de la mesa, victima de los escoceses que acompañaban los atardeceres.Encendió la radio para oír el partido de Boca, menguó el volumen hasta hacerlo casi imperceptible y lentamente emprendió la ardua tarea de retomar un viejo oficio. Sentado a la maquina de escribir, la piel de su brazo derecho, hasta entonces seca y agrietada por el abandono de la buena musa, comenzó a descascararse tecla a tecla.Un grito del timbre estremeció el silencio doméstico. Marko levantó la vista y la fijó sobre la puerta, frotó sus ojos con ambas manos y se incorporó. El hipo alegre al otro lado era del viejo Iósif. Un marino ruso, extrañamente memorioso, a pesar del vino y los años, de cuya amistad se había hecho cuando el viajante conoció el puerto de La Boca. Seis o siete años atrás.El viejo estaba de paso en el barrio una vez más y ya había catado las novedades de los bares. No le era posible visitar uno por noche y olvidar a los demás ni tampoco dejar las visitas para mas tarde. Eran para él su familia. La que cada año lo esperaba en el mismo sitio. La que en Moscú lo había olvidado por completo.El entretiempo devolvió el murmullo al quieto sopor de las calles húmedas y el canto hacia temblar las paredes. El equipo del barrio ganaba uno a cero y sufría. Dos vasos llenos y el segundo tiempo en marcha. El viejo dejó el gorro sobre la cómoda y se sentó al sillón.La radio se ahogaba y volvía a regurgitar minutos de partido. El compás de un tango perdido interfería en la sintonía. Mano a mano hemos quedado, afinaba una voz de gorrión escapando al cautiverio del parlante. El viejo oía distraído y miraba por la ventana. No hablaba demasiado con Marko. Solían hacerse compañía. Cuidarse las espaldas en los bares. Pero evitaban el palabrerío.Tres suaves golpes a la puerta y ambos supieron que había llegado Natalia. Uno la esperaba y el otro la presentía. Marko se incorporó, respiró hondo y se acercó a la puerta, acomodando el cuello de la camisa durante el camino.Natalia vivía en el barrio y conocía al viejo. Habían trabajado juntos en alta mar, realizando tareas de marinos sobre embarcaciones pesqueras. El viejo escapando de los años y la gitana de los golpes. Pero hacía tres vueltas al puerto que Natalia había decidido permanecer en tierra firme junto a Ernesto, el mercader para el que trabajaba su compañía y a quien desde entonces le profesaba un decoroso amor.Sin embargo, el que por aquellos días habían sido amantes, era un rumor insistente que la brisa marina traía cada noche y retiraba todas las mañanas. Dejando en la orilla y en las caras del puerto la maliciosa sugerencia de que aquellas celebraciones tal vez nunca habían terminado.Para su tranquilidad, Ernesto evitaba los tugurios oscuros, donde aquel chisme germinaba entre la podredumbre de las tablas del piso y por el día se concentraba en su trabajo. Buscaba una esposa. Aquello era lo único que le interesaba. Algunos hijos y largarse de aquel chaperio infesto.Penal para huracán y la chance del empate. La voz de la radio se acoplaba al murmullo tibio de la casa y los alrededores. La noche había desvestido ya algunas estrellas y los faroles magnificaban las siluetas de los insectos sobre los empedrados. Dentro de la casa, el viejo y Natalia ronroneaban. Reían en silencio. Acariciados por el alcohol. Sugerían palabras, como las caras del puerto.Cuatro golpes sobre la puerta despertaron a los amantes del idilio y resquebrajaron la calma de la casa. En ese instante, el viejo recordó que había dejado olvidado su saco en el último bar. Recordó la carta que Natalia le había escrito olvidada en el bolsillo interior y un estupor le encogió el alma. Con su distracción había tentado a la casualidad a rebelarse.Con los ojos estáticos, esperó a que la voz no fuera la misma que siete años atrás le diera la bienvenida a bordo de los buques pesqueros. La del hombre que lo había sacado de la ruina. Pero el grito de Ernesto le astilló el cuerpo.Al otro lado de la puerta, los pasos se alejaban y acercaban. Crecían como el tono de su voz. Ernesto maldecía a los amantes. Perdido en si mismo. Caminaba en círculos y recitaba lo que sus manos habían encontrado en el saco apolillado del viejo. Te encuentro en casa de Marko, teatralizaba con ironía y volvía a golpear la puerta.Cuando el viejo comenzó a despegarse del sillón y del cuerpo de Natalia, un golpe seco dejó la cerradura de la puerta colgando del último tornillo heroico. El segundo golpe fue definitivo y Ernesto se abalanzó hacía adentro con ímpetu venenoso.Tomándolo del cuello, el viejo domó la primera carga. Pero la resistencia duró poco. Ernesto finalmente brotó de su furia y con un golpe al pecho, tumbó los ochenta años del marino del otro lado del sillón. El viejo quedó derrumbado sobre la falda de Natalia, que permanecía sentada sin poder moverse. Respiraba convulsionada. Tomándose el pecho con las manos.Ernesto rodeó el sillón y se paró frente a los amantes. Los miró con desprecio; él rendido sobre ella, ella con la cabeza gacha. Desenfundando un calibre veintidós de la cintura, les recordó los favores y las traiciones. Las mentiras y los años. Sin respuesta, levantó la cara de Natalia con una mano. Acarició con el caño del arma sus labios apretados. Ella temblaba casi sin movimiento. Recorrió su cuello y rozó con delicado trazo sus mejillas. La besó despacio y esperó de ella su primera lágrima, que no tardó en caer. Apretó los parpados y disparó.El estallido se entremezcló con el murmullo de las calles. El arma rebotó dos veces sobre el suelo y quedó muerta. Descargada a centímetros de los pies de Ernesto, que resbalaba sobre la pared. Sobre su sangre y hacía abajo. Pintando con la nuca agujereada de rojo la madera.Sentado a la silla del escritorio, Marko temblaba. Movía los dedos y respiraba entrecortado. Las palabras que la tinta estampaba sobre la última hoja se bastaban a si mismas. Nacían huérfanas. De ningún lado. Al punto final le siguió un sorbo de whisky y el primer relámpago, que hizo clara la penumbra. La lluvia disipó la bruma de las calles, que huyó como pólvora quemada.
Bruno Nuguer
Bruno Nuguer
Vida y camino
Empecé por la mañana un viaje, cuyo destino adivinaba vagamente, intuido entre las tintas del atlas de rutas, pero ajeno en absoluto a las realidades visuales de dichas lejanías. Sabía que me demandaría el día completo, sino más. Los pueblos se irían perdiendo uno tras otro, al igual que mi lugar de origen, el cual probablemente poco recordaría durante el trayecto.Alguna imagen marcaría su impronta con mayor intensidad que otras, muchas simplemente desaparecerían y tantas más siquiera serían vistas.Un viaje de ida, un viaje comparable a la vida misma. Con comienzo y final, incierto, pero final al fin. Lenta y armónica fuga de la ciudad de origen, cual seno familiar que nos envuelve hasta convertirse lentamente en esa pampa desolada, cuyos múltiples centros caen siempre en uno mismo, donde nuestras vidas, desconcertadas, se dejan guiar por pequeños carteles, plantados vaya uno a saber por quienes, que buscan (¿Qué buscan?) orientarnos y llevarnos hacia nuestro destino, atravesando crisis, decisiones, rotondas que nos obligan a elegir un rumbo cuando sólo quisiéramos detenernos a meditar, pero, al igual que en los viajes, el tiempo apremia y en la encrucijada menos pensada tendremos siempre alguien detrás, cruzando su destino con el nuestro y presionándonos para seguir adelante.Al final: el fin del viaje, la muerte ¿Al final?¿Será la vida como ese viaje, que al finalizar uno permanece un tiempo en destino y luego inicia una nueva travesía? La muerte es sólo una estadía lejos del hogar, un nuevo comienzo para continuar viajando a lo largo de otras vidas, en busca de otras muertes.Los viajes son, por ende, todos de ida, como aquél que comenzó alguna mañana y del cual ya he vuelto o el cual, quizás, nunca haya finalizado. ¿Cómo asegurar que estoy nuevamente en el sitio de donde partí? ¡Quién pudiera dos veces pisar un mismo suelo!Tras un viaje, tras una muerte, las realidades se alteran y quedan recuerdos mezclados, quedan tiempos diferentes.Todo es entonces un único viaje, un gran viaje de ida, cuya vuelta ocurre (¿Realmente ocurre?) en nuestra memoria y el regreso al hogar es sólo una parada recurrente de la vida (de la muerte), que suele caminar en círculos.
Gabriel Keilis
Gabriel Keilis
El mensajero
Creo que fue un viernes de 1995; el tibio sol se rendía ante una llovizna que barnizaba las calles de Buenos Aires. Salí de mi oficina algo nervioso; veinte llamadas inútiles a Esteban y el sermón de mi jefe terminaron por alterarme. Al salir, solía pasar a tomar algo en un tugurio cerca de la Plaza Miserere. Subí del subte, esquivé a un predicador y corrí hasta el puesto de Tito, el florista. El viejo siempre tenía un saludo chistoso al que yo respondía con un gesto forzado; caminé los últimos tramos hasta la puerta del bar.Paco casi no hablaba, con un tosco semblante me traía el jarro de cerveza, después cobraba y después se perdía en sus revistas de crucigramas. El gris acuoso fue oscureciéndose hasta perderse entre los tímidos faroles. Llovía más. Pensé en Graciela, pobre, siempre pegada a la ventana de la cocina, con la esperanza de que algún día vuelva temprano. Hojeé el diario, sin encontrar mi número en la Nacional y pedí otra cerveza.Una figura empapada entró, se sacudió el sobretodo y se sentó en el otro lado del bar. Después de algún tiempo, percibí que se fijaba en mí. Parecía conocerlo de algún lado, como a esos vagabundos que uno trata de ignorar. Dejé un billete de diez sobre la mesa y al salir me escabullí entre las gotas. Durante toda aquella semana no volví a ver el sol, pero antes de ir a casa paraba en lo de Paco; con el correr de las tardes me percaté de que aquel hombre estaba en la misma mesa todos los días. Traía el mismo tapado oscuro, aunque a veces cambiaba la camisa, generalmente de tonos azulados y siempre estaba leyendo un libro.Eran días extraños los que transcurrían en aquel barrio, una sensación espesa pululaba por todas las conversaciones de café. No era para menos; dos personas habían muerto: la anciana y su nieto que habían sido arroyados por un camión se metían sin permiso en los comentarios del bar, que revivían la tragedia una y otra vez, siempre agregando y suprimiendo datos, hasta que su historia cobraba mas vida y color. Ya no les prestaba atención.Una tarde, cansado de los gritos de Graciela, había decidido no regresar hasta que esté dormida. Traspasé la puerta ruidosa del bar y él no estaba. Respiré hondo y le regalé mi mejor sonrisa a una señora que apuraba su café con una cucharita. Mi cerveza llegó cuando oí una voz áspera a mi lado.-¿Le molesta si lo acompaño?- Dijo aquel perturbador. De cerca parecía más viejo.-Sea lo que sea, no gracias-, rechacé. Insistió con su presencia y algo en sus ojos produjo cierta curiosidad; dudé, y extendí la mano hacia la silla de enfrente. Parecía sonreír.-Hable ya, buen hombre- ataqué, mientras mi jarro daba un golpe seco sobre la madera. Esperé. El apoyó su libro y lo abrió por la mitad. Era una novela de Bradbury.-Nunca me había apasionado tanto como con el personaje de Montag- dijo al ver que me interesé en su lectura. Me incorporé y esperé. Doblaba las hojas con lentitud. Sin mirarme prosiguió.-Se dará usted cuenta que hace un tiempo visito este lugar.Aguardé a que siguiera.-Muchas veces aparecen cosas por esta ciudad que nos incomodan, que nos hacen descreer de la rutina en la que nos escondemos.Tomé otro trago y fingí que me interesaba. El viejo hablaba de la vida del barrio de Once. Gesticulaba con mucha serenidad y a veces sonreía, lo que provocaba que sus arrugas se pronunciaran más.-Lo más interesante es ver a las personas andar como si fuesen dueños de si mismos. Antes que se asuste, no quiero a venderle nada. Suelo recorrer estos barrios y observar. Los tiempos son traicioneros. Y en serio, tengo enfrente a la persona adecuada.Miré el reloj y pensé en Graciela, seguro estaría acusándome con la loca de la vecina, esa metida.-Su señora está llorando en la ventana de la cocina- punzó repentinamente. Por primera vez le clave la mirada, y a pesar de mis intentos, no pude pararme.-¿Quién es usted?Giró la cabeza hacia la ventana, donde el farol de la esquina luchaba para no ser absorbido por la penumbra. Un hombre que estaba en la vereda de enfrente discutía con una joven. Agitaba los brazos con violencia mientras echaba miradas al semáforo. Ella soportaba en silencio.-¿Lo ve?- señaló – Es joven, apuesto, fíjese como trata a su mujer. No se asuste amigo, lo que verá no es agradable.De repente una ráfaga de estruendos atravesó la calle; un chico que corría con un revólver desde el otro lado se escabulló detrás de un basurero y lanzaba refucilos de humo, respondidos con furia desde un arbusto cercano. El hombro le estalló y lo hizo dar su espalda contra el pavimento. Enseguida llegaron los policías y lo zamarrearon. Luego, la mujer silenciosa que gritaba desde la otra esquina, sostenía el torso perforado de su marido, su teléfono en medio de la acera que vibraba desde su pequeña pantalla, ojos sin parpados que se deshacían, aferrados a la despedida inútil de su mujer, mientras la hemorragia bañaba su vientre a estertores. Más tarde, una ambulancia, dos patrulleros y los borrachines de Paco que miraban con ojos saltones detrás de la puerta, con el aliento que ensayaba una huída agonizante contra el frío cristal. Mis manos se aferraron trémulas a mi jarro; el viejo me miraba complacido. Dejé diez pesos sobre la mesa y ya afuera me perdí presuroso entre los aterrados testigos.Durante los días siguientes traté de no pensar, concentrarme en el trabajo, llevarle flores a Graciela, sonreír un poco, que locura, serían esas cosas que uno no entiende y prefiere no descubrirlas jamás, esos misterios que aterran las vidas ajenas, como las historias lejanas con las que me asustaba el abuelo en su estancia de Azul. Los roncos gritos de la mujer volvían una y otra vez. Evité el bar durante un tiempo, pero ya no era lo mismo, como si con la mirada buscara verlo al pasar por la esquina. Mi jefe ya no me hablaba, el caso de Esteban se había atrasado demasiado. Yo lloraba con esas manchas bermellones que resistieron por días en la vereda. Necesitaba hablar con ese viejo, pero a la vez le temía. Una vez creí verlo en el furgón del tren, entre una maleza de bicicletas y carne sudada, unos ojos sórdidos que laceraban mi estabilidad emocional. No tuve descanso, y esa agitación que me dejaba seco, sin palabras para defenderme de los reproches nocturnos, siempre nocturnos.Una tarde húmeda me atravesó entre inhalaciones y el informe de la fiscalía que remitía mis faltas en la última presentación. Estuve en el baño durante la tarde, vomitaba, pero no conseguía liberarme. El silbido venía una y otra vez; debió ser por lástima, pero mi jefe me dejó ir temprano, sin mediar palabras. Salí despacio, camine algunos pasos por la plaza y momentos después saboreaba la cerveza de Paco.El estaba a tres mesas, con una taza vacía frente a él, con cada movimiento parecía mirarme, sus manos volvían a su libro y lo acariciaban. Me veía, seguro me veía. Ya sin sol, ese maldito farol me recordaba la tragedia con su luz burlona. Aspiré con esfuerzo varias veces, terminé el jarro y fui decidido, pateando sillas, sin permiso ni disculpas, y con una mano en el pecho me senté. El seguía leyendo.-¿Cómo hizo para saberlo?- Increpé. El suspiró; sus ojos seguían hundidos. Esperé una eternidad, con sus dedos amasó varias hojas.-Hace mucho que debió haber venido. Me molesta cuando la gente como usted me hace perder el tiempo- dijo con fuerza. Cerró el libro. El farol de la esquina pareció ampliar su estela y una llovizna que no mojaba danzaba errante alrededor de él, en un ritual que veneraba el fulgor de un dios agonizante. El también se detuvo a observar algo y encogió las cejas.-En mi juventud yo era muy ingenuo, creía que la gente estaba atrapada en su manera de vivir, que dejaban su voluntad en manos de otro. Pero después de tanto tiempo percibí que muchos se niegan a aceptar su propia responsabilidad, como si se negaran a ver el tren que está próximo a arrollarlos.Sus dedos hacían figuras extrañas con una servilleta-No es natural conocer el futuro-dije, con aliento entrecortado.-El futuro – titubeó- no es tan difícil de ver. Muchos creen que eso es algo sobrenatural, pero no. Usted piensa en la tortura que vive día a día con su señora, pero solamente es algo que precede otra circunstancia.-¿Cómo supo lo de mi mujer?-Usted me lo dijo, si, no debería sorprenderle. Se la pasa girando su alianza cada tarde, y últimamente se la ha quitado. Fíjese usted mismo.Volvió a abrir el libro ya sin leerlo y entre suspiros me contó una extraña historia de personas que yo no conocía, quizás parientes suyos, de un amor no correspondido, de Cristo, la redención, de fuerzas sobrehumanas que yacen sobre nuestra constelación, de guerreros que velan sobre nuestra ignorancia. Mi cabeza latía feroz pero no podía dejar de escucharlo, como si toda esa incoherencia cobrara algún sentido para mí. Un soplo helado barrió a los diminutos bailarines que se perdían en la estela del farol. El parecía mucho más anciano, como si soles incontables lo hubiesen rodearon de repente, y una decrepitud se le hundía más en los surcos del rostro.-No lo entiendo ¿Quién es usted?Suspiró largamente.-Desde los principios se me encomendó una misión. Todavía dudo el porqué, ya que nunca lo quise, pero su Voluntad no debiera ser burlada. Con dolor tuve que visitar a Abel, el primero, el más querido; yo lo había acompañado desde su concepción y después pasó lo inevitable. Claro que él tampoco me quiso escuchar. Nadie quiere escucharme. Me temen. Fíjese amigo, se me ha mitificado durante siglos, cada pueblo me ha imaginado según su obtusa mentalidad. A través de los años, lo confieso, he adoptado la apariencia más diversa: fui agorero de faraones, bufón de cortesanos crueles, carpintero, pirata, analfabeto, burgués ambicioso, pintor, navegué los mares más inhóspitos. He vivido el nacimiento y la decadencia de todos los imperios; aún puedo articular el sánscrito casi a la perfección. Y míreme ahora, parezco uno de estos infelices que se embriagan a diario aquí. No hay derecho.Enarqué una ceja y resoplé con violencia, el aire volvía a faltarme. El tipo seguía como si nada. Me tomé el pecho y una punzada me desgarró de lado a lado.-No lo entiendo.-El joven que cayó en aquella esquina era demasiado inteligente para creer. Pensé que usted podría llegar a despertarse pero no, debe ser el barrio, en fin, dentro de poco iré hacia el sur. Allá la gente es más sencilla, y hasta más noble.Ya no lloviznaba, Paco quitó sus ojos opacos de sus crucigramas para ver mis convulsiones. Apenas podía mantenerme sobre la silla. El anciano, impávido, seguía hablando.-Muchas personas no ven nada aunque se le presente una revelación indudable- lamentó. Echó una mirada en derredor y volvió su cabeza para contemplar mi cuerpo que se sacudía entre muchos pies alrededor.-No me lleves- le rogué con un alarido.Hizo una mueca de desdén.-Mi misión nunca fue llevarte, sino tan solo avisarte lo que iba a pasar. Algunos logran despertar, pero si, imagino que es difícil creer lo que no se ve. Discúlpeme, intenté ser lo más claro que pude.Todo se volvió más lento, como si el tiempo diera sus últimas vueltas sobre mí. Reconocí la voz de Paco raída desde la lejanía y una luz tenue que giraba en mi cabeza. Mis brazos dormidos se desparramaron en el suelo mugroso. Corridas, gritos y algún ebrio que me daba su aliento etílico fueron vanos intentos ante lo irremediable. Creo haber visto al anciano salir antes del fin, cabizbajo, derrotado, como aburrido con el eterno desenlace, confinado a oír las mismas súplicas por las oportunidades perdidas, por los amores rechazados, por una vida derrochada. La última vez que abrí mis párpados vi decenas de ojos que inundaban mi horizonte, impotentes, fermentados por el licor de su ignorancia, incapaces de leer el mensaje que tenían enfrente.
Pablo Muñoz
Pablo Muñoz
MANUAL DE USO DEL TELEFONO CELULAR H33.CARACTERÍSTICAS GENERALES
¡Felicidades! Usted ha adquirido el nuevo teléfono celular H33. Antes de leer el manual, debe saber que tiene en su poder mucho más que un teléfono: el modelo H33 es práctico, cómodo, y lo acompañará a Usted adonde vaya, aunque no lo necesite.Desde el momento en que encienda este elegante modelo, despídase de esas conversaciones que solía tener con su familia, porque este magnífico aparato lo interrumpirá una y otra vez con alegres melodías, ahogando esas rudimentarias interacciones fraternales, para reemplazarlas por la insuperable versatilidad del H33. Descubrirá que organizar una salida o ultimar detalles laborales en horarios insólitos, le será más interesante que el posible embarazo de su esposa o la inacabable depresión de su hijo.El H33 le proporcionará un status social preferencial. Logrará ser el centro de atención de muchos que se le acercarán con simpatía para conocer su acertada adquisición. Es muy posible que lo empiecen a invitar a fiestas, asados y despedidas porque, a través del H33, los demás conocerán la calidad de persona que es Usted. Hasta puede ser que con el tiempo sus amigos entiendan y perdonen las ofensas en que Usted ha incurrido durante su vida, porque comprenderán que alguien que lleva con altura su H33 no puede ser una mala persona.Aunque haya tenido que hipotecar durante casi un año su sueldo para pagar la cuota, el abono, las tarjetas, la funda, el cable USB, los parlantes bluetooth y el kit para el auto, todo ese esfuerzo es muy satisfactorio en el momento de mostrárselo a su compañero de trabajo, ese pobre infeliz que ni siquiera se merece andar con un H31.Además, el H33 que usted posee lo convertirá automáticamente en un profundo conocedor de la tecnología, un analista político certero, un amante irresistible, un filósofo urbano y hasta un destacado futbolista.Incluso el H33 le proporcionará una gran sabiduría para aconsejar a los que no andan por el buen camino como Usted, que sí ha podido adquirir este excelente modelo, que lo mantendrá en la vanguardia absoluta por los próximos tres meses, hasta que salga al mercado el esperado H35, que será apenas mejor, y que Usted, por ser cliente nuestro, tendrá la gran oportunidad de actualizar.Le recomendamos leer atentamente el Manual de Uso. Y gracias por preferirnos.
Pablo Muñoz
Pablo Muñoz
Debajo de la alfombra
Ya ha pasado más de un mes desde que empezó este absurdo vía crucis.Por como vienen dándose las cosas no creo que vayan a haber cambios en lo inmediato. Francamente, estoy comenzando a aburrirme. Todo lo que hace este buen hombre es estar al acecho de su enemigo declarado; en cuanto lo ve se arroja, maza en mano, para aplastarlo, machacarlo a golpes allí donde se encuentre: el piso, la pared, algún mueble.Hasta el momento no ha tenido éxito y dudo mucho que lo tenga. Sus movimientos se han vuelto lentos y torpes. Es comprensible: ya casi no come y no duerme. Día y noche permanece agazapado, alerta, insomne, sonámbulo.Esperando.Me pregunto cuánto tiempo va a durar así.Me pregunto, también, si voy a poder abandonarlo a su suerte, si se me va a permitir abandonarlo a su suerte e irme de acá, irme para contar otras historias, historias que valgan la pena. ¿ O acaso voy a tener que esperar a que te mueras de una puta vez ?No sé cómo se llama y la verdad no me interesa. Pero tengo mis obligaciones como narrador, así que voy a bautizarlo: se va a llamar Bernardo, como el sirviente sordomudo del Zorro. Y de hecho se parece bastante: es petizo, retacón, morrudo y pelado.Cuando lo conocí, corrección, cuando me fue dado conocerte no sabía mucho de vos y tampoco sé mucho ahora. Intentar deslizarme dentro de tu conciencia ( dentro de la conciencia de Bernardo ) fue, lejos, una de las experiencias más amargas que he tenido. Una y otra vez fui rechazado, expulsado, ignorado; ni siquiera soy capáz de escuchar tu voz, salvo cuando hablás. Ya sea por mi incompetencia, porque mi lenguaje es pobre y precario o porque para penetrar en la mente de Bernardo es preciso atravezar una rigurosa aduana; ya sea por A, por B o por C la triste realidad es que no puedo saber qué piensa o siente y me veo entonces - ¡ nuevamente ! – obligado a narrar desde una humillante periferia, recogiendo como un mendigo los pocos datos y pistas que van apareciendo aquí y allá, confiando ciega, desesperadamente en la eficacia de mis palabras, que son lo único que tengo, rogando para que a éstas no se les ocurra volverse en mi contra.Sí pude, en cambio, recorrer a la velocidad de la luz los días, semanas, meses y años de su vida. Pero de todo ese pandemonium de imágenes que van y vienen de adelante hacia atrás y de atrás hacia delante, de ese caos vertiginoso de recuerdos, sonidos, olores, sensaciones, de ese remolino de luces que titilan y que siempre termina por marearme; de todo ese kilombo, de toda esa avalancha de información increíblemente contenida en la vida de un hombre minúsculo y que no puedo procesar, clasificar, ordenar, jerarquizar porque ¡ carajo ! es demasiada, de todo eso lo único que saqué en claro es lo siguiente: Bernardo es un maniático, un desequilibrado, un obsesivo del orden y la pulcritud. Tal vez eso explique, me explique, el comportamiento que tuvo el día – y los días que siguieron a ese día - en que vió una arruga en la alfombra del piso del living de su casa.En aquel momento, sin embargo, nada de lo que hacía Bernardo lograba llamar la atención del narrador. Las señales, que ahora parecen tan evidentes, pasaron completamente inadvertidas; no fue sino hasta más tarde que les encontré un significado. Recién entonces empezaron a hablarme, pero para comprender lo que decían fue necesario aprender, mejor dicho, inventar un idioma nuevo. Se trataba, además, de una pequeña lomita del tamaño de una rata, una protuberancia que sobresalía discreta pero decididamente y a la que Bernardo fulminó de un vigoroso pisotón. Esa misma arruga aparecería luego en distintos lugares de la casa, a intervalos irregulares. Bernardo combatía esas intrusiones tenazmente, se rebelaba contra ellas ( en algún momento, mientras yo deambulaba por las otras habitaciones, buscando donde no había nada para encontrar, había decidido rebelarse ). Pero yo no te hacía caso.Nunca hago caso de nada, nunca veo lo que hay que ver. Soy un mal observador. Lo importante transcurre siempre a mis espaldas, los hechos importantes me eluden, se desarrollan durante mi ausencia y entonces tengo que evocarlos, imaginarlos, soñarlos, sumergirme en un trance que me permita ver lo que me perdí. Tocar los objetos para ver si en ellos quedan vestigios de lo ocurrido, respirar, escuchar: todos mis sentidos puestos en la tarea de reconstruir lo que pudo haber pasado.Así es cómo llegan. Sólo así es cómo llegan, a veces, las visiones que necesito. Llegan hasta mi, ocultas en una espesa neblina acre – olivos bendecidos que arden en el incensario mientras se reza una novena -, llegan siguiendo caminos secretos, se inoculan dentro mío como una fiebre.Esto fue lo que ví: Bernardo levantando una pesada silla de roble sobre su cabeza blandiéndola trabajosamente contra la alfombra extendida a sus pies como una piel enferma en cuyo centro hay una joroba un bulto una roncha una zona hinchada bajo la cual se oculta algo que palpita repta por el suelo y trepa una de las paredes la arruga está ahora aquí y aquí y aquí y también allá y en todas partes a cada golpe de la maza las estructuras de la casa tiemblan la arruga se desplaza desde el centro de la alfombra hacia los costados en el muslo derecho se ha levantado una horrenda montaña Bernardo golpea las paredes con una maza de dos kilos va de una punta a la otra arremetiendo con saña mira con horror una de sus piernas caen pedazos de revoque tu cabeza está cubierta de cal y polvo de ladrillos…¿ Qué es lo que vino antes y qué es lo que vino después ? ¿ cuánto tiempo duró todo esto ? ¿ dónde estaba yo cuando pasaba ? Las artes esotéricas del narrador no pueden decírmelo.La brujería del narrador funciona como lo haría una antena de radio que capta transmisiones al azar; a veces me golpean mensajes confusos, señales enviadas mal a propósito. No puedo precisar qué es cierto y qué no lo es, ¿ o acaso soy yo el que erra al interpretar, ve lo que quiere ver, lo que más desea, lo que más teme ? Interferencias en los canales de comunicación: una muchedumbre hablando en lenguas desconocidas, un hormigueo de voces ahogadas por repentinas mareas de silencio crepitante…justo en el momento en que estoy por comprender. Me dejo caer al suelo, presa de terribles convulsiones: el narrador alucina aquello que desea conocer.Estoy sentado en el piso, apoyado en la pared devastada – la casa parece ahora una zona de desastre – los brazos rodeando las piernas y el mentón apoyado en las rodillas, el narrador espera.Todo está a oscuras. No hay luz, no hay agua, no hay gas, el teléfono ha dejado de sonar hace días, la correspondencia debe estar amontonada al otro lado de la puerta. Ya no queda comida en la heladera, los muebles están completamente destruidos, reducidos a astillas. Me siento débil, cansado, con frío, hambre y sueño; si tengo que moverme lo hago arrastrándome, gateando como un enorme quiróptero.Todo esto que se ha referido es lo único de lo que puedo dar fe: mi agotamiento, mi hartazgo, la sensación de fracaso y derrota que me embarga, el estado deplorable de la casa y de Bernardo, a quien el narrador, pase lo que pase, no deja de vigilar.Lo demás permanece inaccesible e impenetrable, fuera de mi alcance, inmune a los sortilegios de la palabra. Miro a mi alrededor y trato de entender lo que pasó, lo que pasa. Me doy cuenta de que estoy excluido, no es la primera vez. Ni será la última.Veo en los ojos de Bernardo que su determinación de seguir es tan firme como antes, o quizá aún más…pero la mano que aferra el mango de la maza lo hace con menos fuerza. Creo que sería muy fácil arrebatársela y romperle la cabeza con ella. Tal vez el narrador lo haga.Me pregunto si al menos voy a poder hacer eso.
Upyr
Sebastian Campanello
Upyr
Sebastian Campanello
Licántropo
Mi madre asegura haber visto un lobizón cuando tenía quince años.Ocurrió durante una pesada noche de verano mientras estaba sola en la casa con sus hermanos, o sea mis tíos. Su papá, mi abuelo, aún no había regresado del trabajo; se había demorado probablemente en algún bar. Mi abuela no figura en el relato ya que no se sabe con certeza dónde estaba esa noche. Al menos yo no recuerdo esa parte del cuento.De manera que mi vieja estaba sola con sus hermanitos en la casa enorme, perdida en la inmensidad del campo que en aquél entonces era Pacheco. De chico, cuando me contaban esta historia, imaginaba la escena una y otra vez. Siempre era la misma: el cielo sin estrellas, oscuro, del color del vino tinto, surcado por violentos relámpagos amarillos, los pastizales mecidos por el viento, inclinándose de izquierda a derecha como si estuviésen bailando.Truenos. Y la luna que cada tanto asomaba entre los nubarrones; tal vez llovió esa misma noche. En la casa enorme está mi madre con mis tíos, sola. Uno de mis tíos, el más chico, le dice que afuera hay un hombre desnudo que merodea en la noche. Camina encorvado, como si tuviése en la espalda una joroba o un peso invisible agobiándolo. Mi madre siente miedo: uno de sus hermanos le acaba de decir que afuera, en el patio, semioculto en las tinieblas, hay un hombre desnudo rondando la casa. Mi vieja es apenas una chica y está aterrada, pero también es la hermana mayor y sabe que tiene que hacer algo. Sale a la noche armada con un palo de amasar dispuesta a enfrentar al degenerado. Es entonces cuando ve a La Bestia.A lo largo de los años, durante sucesivas noches, mi madre me contó esta versión criolla del cuento de Caperucita Roja y El Lobo, quizás con el abnegado propósito de inculcarme el temor de Dios. Y como se ve que a veces no le alcanzaban las palabras, o las palabras que tenía no eran las adecuadas para describir al monstruo, hacia dibujos. Mi vieja dibujaba al Lobizón, lo que se acordaba del Lobizón, para mostrarme cómo era. Hoy estoy tentado a hacer lo mismo.Pero no. Diré que el Lobizón recordaba vagamente a una pantera o a un Doberman: el pelaje negro y liso lo cubría por entero, los ojos eran como dos carbones encendidos, el rabo era corto pero no tanto. Apenas un poco más corto de lo normal. En la cabeza los rasgos del animal se confundían con los del hombre. Porque eso es lo que era: una cruza desgraciada entre lobo y persona, un engendro parido en el Infierno.El Lobizón es una criatura diabólica, ocupa uno de los rangos más bajos en el escalafón demoníaco. Es el último peldaño de la jerarquía satánica; puede decirse que casi no hay diferencias entre el Lobizón y el resto de los condenados ya que sufre a la par de ellos. Y porque pertenece a las huestes del Averno no puede hacer otra cosa sino retroceder ante los símbolos sagrados. Es por eso que sale despedido cuando mi madre le muestra un crucifijo que providencialmente llevaba colgado del cuello. El Lobizón desaparece, tragado por la noche y el barullo de perros que ladran, aullan y se mean de terror y que como el eco de los truenos se va apagando de a poco en la lejanía.El Lobizón. Loup Garou: así lo llaman los franceses. De esa manera suena mucho más elegante: Loup Garou. Loup en francés significa lobo. Existen medios para descubrir la identidad de un licántropo ( eso es lo que dice mi abuelo cuando llega muchas horas después a la casa ): uno de ellos consiste en golpearlo en la cabeza con una botella, todo lo que hay que hacer luego es atarlo a un poste y sentarse a esperar a que llegue la mañana.El otro es que alguien inocente, un niño pequeño por ejemplo, lo vea: al parecer ellos pueden ver al hombre que se oculta bajo el pelaje de La Bestia.Una vez quise invocar al Diablo.Quiero decir, lo intenté: recé un Padrenuestro en latín, al revés, frente a un espejo, en la medianoche de la víspera de Nochebuena, en una sala a oscuras, iluminado apenas por unas velas negras. La sala a oscuras era mi habitación, por supuesto, y yo sufría la desgarradora pena de un amor no correspondido. Habría preferido que me arrancasen la piel a tiras con ganchos de carnicero a seguir padeciendo. Quería olvidar y estaba dispuesto a lo que fuera.Pero Satanás no compareció, no acudió a mi llamado.En ningún momento ví que se abriése el suelo, tampoco sentí olor a azufre ni ese céfiro helado que según dicen precede la llegada del Ángel Caído. No hubo nada de eso y seguí revolcandome en mi dolor durante unos meses que me parecieron interminables, hasta que un buen día me cansé de sufrir y pude finalmente olvidar a la hija de puta que me había roto el corazón.De amor no se muere nadie. Y fue gracias a ese triste episodio que comprendí que no existe Lucifer ni tampoco el Infierno. Tampoco creo en Dios y el Paraíso y desde ya que no tengo la menor duda de que el Lobizón no es otra cosa que una leyenda importada por los europeos. Tal vez vino de Portugal: la palabra lobizón se parece demasiado a “ lobisome “, voz lusitana que alude a la misma criatura y que recorrió, seguramente, el sur del Brazil susurrada por bandeirantes supersticiosos para luego desparramarse por el litoral argentino hasta llegar a Pacheco, Provincia de Buenos Aires.No existe tal cosa como el Lobizón. No existe nada que esté fuera de la realidad física, nada que no se pueda ver o tocar, percibir con los sentidos. Después están los temores que arrastramos durante el día, la suma de miedos que llevamos grabada en nuestra memoria genética. Con eso amasamos la pasta que alimenta las pesadillas que nos atormentan en la noche, las películas de terror que proyectamos para nosotros en la madrugada profunda, sobre todo cuando dormimos del lado del corazón y el peso de nuestros cuerpos nos aplasta y nos asfixia. Como ocurre ahora.Uno de los principios fundamentales del arte de la narración establece que lo primero que se debe hacer es determinar las coordenadas de tiempo y espacio. Es necesario para el narrador saber cuándo y dónde está parado. Y a pesar de que siempre fui malo para las matemáticas, a pesar de que muchos de los instrumentos de los que dispongo no me sirven porque o bien están rotos o directamente no sé usarlos; aún así me las arreglo para descifrar el valor correcto de la X que me lleva a las variables, las cuales me permiten calcular los vectores que corresponden al año y al lugar.Argentina, fines del siglo XIX. Una zona imprecisa en la interminable llanura en los últimos días del año mil ochocientos noventa y pico: a lo lejos una enorme estancia, un caserón inmenso, señorial, una hacienda devastada en donde no hay gente o animales y la osamenta del ganado blanquea la pampa. El narrador avanza, cauto y furtivo como un intruso; confía en que su mirada pueda penetrarlo todo, salvo las palabras que se amontonan y caen sobre mi ojo como un pesado párpado, enceguiéndome: aún así me interesan esas pausas, esos instantes de vacío en donde sólo se escucha mi voz. Hablar de lo que hago…las cosas que hago: eso me tranquiliza, me da seguridad porque me hace pensar que tengo todo bajo control.Afuera, arriba en el cielo oscuro del color del vino tinto, detrás de los nubarrones que se abren cada tanto, a través de esos intersticios puedo ver: alguien ha estado contando los días que faltaban para la próxima luna llena. Que es hoy. Hoy es luna llena.Mensajes, impresiones, señales, corazonadas, pálpitos: todo eso llega a mi con rapidez vertiginosa, como si fueran naipes repartidos por un tahúr. El narrador debe tener extremo cuidado con esa información que recibe; muchas de esas pistas no son tales y sólo buscan desorientarme, hacerme perder la senda, extraviarme, dañar.Es preciso saber distinguir aquellas que van a decirnos que pasó, que está pasando y que va a pasar, darles un sentido que proviene de mi: hacerlas hablar. De esa manera es posible, sólo de esa manera es posible ordenar los elementos que componen el relato – que es lo segundo que debe hacerse - , la trama del dibujo que de a poco va cobrando forma.En cierto modo las ciencias del narrador se parecen a las del adivino: yo también leo cartas del Tarot, leo la borra del café. Y al igual que ellos también a veces me equivoco cuando quiero conocer los secretos que se esconden en la negra viscocidad amontonada en el fondo de una taza. O a lo mejor son los mensajes que recibo los que mienten. Eso ya lo dije antes.Algunas versiones del mito aseguran que hay hombres lobo que pueden cambiar a voluntad sin importar la hora del día o de si hay luna llena; no es el caso de Baustista ( ése es el nombre que voy a darle ). Bautista tiene que esperar a que los astros le sean favorables. Y así, pacientemente y en secreto, fue diezmando la hacienda: primero los animales y luego los peones hasta que todo quedo sumido en la miseria: se puede decir que el suyo fue un trabajo fino. Bautista es un tipo anónimo, gris, se parece a cualquier persona; tal vez sea mestizo.Su rostro se pierde en la multitud de peones golondrina que van de estancia en estancia pidiendo trabajo. Llegó una mañana no hace mucho y hoy ya no queda nadie que trabaje en estos campos. Los sobrevivientes, los pocos que alcanzaron a avivarse a tiempo se fueron hace rato. Y quién sabe desde hace cuánto ha venido Bautista haciendo esto y por qué.En la Casa sólo quedan el Dueño y un puñado de parienes, tal vez uno o dos criados de confianza. Ellos son los últimos. El Dueño está acostado en la cama, no puede hablar ni moverse: ha sufrido un ataque. Hemiplejía. Yace en una enorme cama traída desde Buenos Aires, recostado sobre el lado del corazón, ahogado por el peso de su cuerpo pero extrañamente lúcido – esa rara lucidez que tenemos en la noche, en la madrugada profunda cuando soñamos - : sabe quién es el causante de lo que está ocurriendo. Pero no puede decirlo.Abre la boca, trata de pedir auxilio, se sofoca, no puede mover sus miembros: horrible muerte de submarinista ruso, asfixiándose en las frías tinieblas, aplastado por el peso de su cuerpo y el de miles de litros de agua helada, en las profundidades del mar ártico ( a ver, hágan esto: metan sus cabezas debajo de las mantas mientras duermen y respiren el aire viciado, enrarecido y déjense ganar por el claustrofóbico pánico de aquellos que están por morir ahogados ).Así, de esa manera, en medio de pesadillas – o debería decir alucinaciones – el Dueño recibe ráfagas de información, mensajes, pistas que le dicen lo que sucede y lo que está por venir. Como los presos, Bautista ha estado llevando la cuenta exacta de los días; cuando llegue el momento va a caminar hacia la Casa, y si tengo que atenerme a lo que dice Petronio acerca del comportamiento de los licántropos lo que va a hacer es quitarse las ropas y orinar sobre ellas. Bautista va a rondar la Casa, desnudo, durante algún rato antes de elegir una ventana. Se va a tomar todo el tiempo que sea preciso para eso. Sabe que los que están adentro no tiene dónde ir. Ni medios para hacerlo. Y una vez que elija la ventana Bautista va tirarse al suelo; ahora puedo verlo revolcarse obscenamente en la tierra, como los que padecen el mal del San Vito. El narrador contempla asqueado la desagradable visión de Bautista desnudo, la boca desbordante de espuma, sufriendo la epilepsia de los que cambian con la luna pero consciente – muy consciente - de la metamorfosis que dentro de poco va a tocar fin.Los gruñidos de Bautista me llenan de horror – contrariamente a lo que se piensa, el lobizón no aulla, gruñe. Es un sonido gutural, rasposo, parecido a un ronquido seco; el tipo de ruido que uno hace cuando se está sofocando, aplastado por el peso del cuerpo.El lobizón no le aúlla la luna como románticamente se cree: los que aúllan son los perros cuando lo sienten venir. Pero eso ya lo dije antes –.Las convulsiones están por terminar.Tal vez sea este, entonces, el mejor momento para irse; el narrador debe escapar ahora que todavía hay tiempo. Bautista no se ha transformado aún.Entrar es fácil; salir: ése es el tema.El narrador sabe que hay técnicas a las que puede y debe recurrir cuando siente las piernas acalambradas por el miedo – ha estado en cuclillas largo rato, contemplando el dibujo que fue armando y desarmando a medida que llegaban las piezas.-Mover el cuerpo, hacerlo girar para el otro lado.Imaginarse en un escenario distinto: una sala de cine, vacía. En la pantalla suben los créditosde una película de horror que está terminando. Pensar que para todo siempre hay una explicación lógica: la posición en la que uno duerme, la asfixia y entonces el pánico.Lo que sea con tal de amortiguar los latidos de terror que estremecen lo más profundo de mis cromosomas; un miedo biológico, ancestral, ajeno a la palabra, inscripto en la memoria genética. Células, tejidos, cromosomas, vitaminas, ADN, fluidos corporales: las letras de “ Nevermind “ están plagadas de imágenes de ese tipo ( eso: pensar en otra cosa, pensar en otra cosa, pensar en otra cosa…)Recordar cómo era que se hacía para rezar, el acto de contrición, todo eso.No estoy en Gracia de Dios: significa que si muero ahora, en este preciso instante, me voy derecho al Infierno, a los lodazales pestilentes, a los chiqueros en donde el lobizón se revuelca y come inmundicia y los pies del narrador se hunden en el barro negro y viscoso y por más que corro y corro no hay certezas porque para eso todavía falta.Recién está empezando a clarear.
Upyr
Sebastian Campanello
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